Con la crisis, el Rocío ha sufrido unos recortes que pueden caerle como el agua de mayo que acompañó a las tres primeras hermandades sevillanas: está visto y comprobado que la lluvia no quiere perderse ninguna procesión, ninguna romería. Esos recortes pueden servir para depurar la fiesta, para concentrarla en su razón primitiva, para devolvérsela a los rocieros de verdad, a los que nunca tuvieron nada que ver con lo que pasaba cuando el caviar y las cigalas lucían en algunas mesas plegables. Los horteras son así. Nunca se enterarán de nada.
El Rocío es un espejo donde se refleja lo mejor y lo peor de cada casa, de cada época. Este año no aparecerán por allí los que imantaban los flashes de las cámaras, los que se metían la raya por la nariz hasta dejarla desierta, los que iban para ser vistos, y no para buscar esa mirada que estremece al más impío. Porque la Virgen es eso mismo. Un espejo que busca los ojos del niño que no se cansa nunca de mirar a la Madre.
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