El día en que podamos decir "la crisis se ha acabado" está muy lejos. Ese día habrá llegado cuando no se oiga más el insoportable grito que sale de la garganta de millones de personas que han perdido su trabajo, sus ingresos, sus ahorros, sus empresas, la confianza en sí mismos, la confianza en los demas, la confianza en las instituciones que debían velar por sus intereses o la confianza en un sistema de asignación de recursos al que contribuían honestamente cada mañana con su esfuerzo y sus impuestos aspirando a cambio a un entorno estable y predecible en el que prosperar.
Saldremos técnicamente de la crisis, claro que sí. Pero, al morlaco de las reservas morales, desde las que esta crisis nos interpela a todos, le daremos la larga cambiada y la estocada baja con la que los toreros de postín despachan a los animales que no se dejan torear. Seguiremos insensibles a las increíbles lecciones que se desprenden de lo que nos viene sucediendo desde que, borrachos de dinero barato, con los graneros fiscales a rebosar, bajando todas las guardias en los sucesivos anillos defensivos de nuestro sistema de asignación de recursos, empezamos a asignar el talento empresarial, el crédito, los presupuestos y la fuerza laboral a los objetivos equivocados. La crisis empezó hace casi tres lustros, no nos engañemos, cuando plantamos las bombas de relojería inmobiliaria, financieras, de gasto público estructural innecesario que estallaron con devastadoras consecuencias en 2008.
Con una primera década perdida, construyendo un decorado de cartón piedra que se ha venido abajo, mucho me temo que volveremos a perder la segunda en curso tratando de levantarlo de nuevo al tiempo que extendemos el certificadode defunción de los siete años de vacas flacas. Ojalá que ese grito insoportable de quienes han perdido todo nos acompañe, para nuestro escarnio, mientras no seamos capaces de diseñar un sistema de normas individuales y colectivas más eficiente, sensato y, por añadidura, justo.