El mantenimiento en el poder de un mismo partido, durante treinta y dos años, no es sano. Ni en Andalucía ni en ninguna otra parte, porque el territorio se convierte en cortijo y los ciudadanos en clientes. Incluso si no hubiera alternativas, es decir, propuestas que respondieran a una lógica centrada en los derechos de las personas y los pueblos, en la lucha contra las desigualdades, la interculturalidad y el derecho a decidir a todos los niveles, y no en facilitar los beneficios a bancos y multinacionales, la ocupación por largo tiempo de instituciones y cargos de poder por una misma organización o unas mismas personas es siempre negativa, entre otras cosas porque, como afirma una frase bien conocida, el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente. Y aquí nunca ha habido ni alternativa ni siquiera alternancia.
Lo que sí ha sido la autonomía andaluza es el medio para la instauración de un régimen. El sueño del PSOE un doble del PRI mexicano sí se ha cumplido en Andalucía. El partido nos viene gobernando un tiempo que ya equivale prácticamente al del franquismo. Por supuesto que debido a los resultados electorales, por lo que nadie debe cuestionar su legitimidad de origen pero sí la legitimidad de función.
TREINTA Y DOS años después del 28 de febrero, Andalucía sigue siendo dependiente en lo económico (quizá aún más que entonces), subalterna en lo político (sólo se tiene en cuenta como granero de votos o trampolín para carreras personales dentro de partidos) y degradada en lo cultural (basta con conectar Canal Sur cinco minutos o comprobar la ausencia de nuestra cultura en las instituciones educativas). Andalucía no ha resuelto ninguno de sus principales problemas, ni ha convergido con otros territorios del Estado, ni ha avanzado en términos comparativos respecto a ellos: estamos donde estábamos, en el último lugar en todas las estadísticas.
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